Avance de Assassin's Creed Origins: La Maldición de los Faraones

La Maldición de los Faraones no se anda con chiquitas: nada más poner pie en Tebas, el gran núcleo urbano que sirve de base a la narración, este segundo contenido descargable deja ver sus cartas bien a las claras. Un chiquillo de aspecto avispado nos asalta ofreciéndonos guía, escolta o un escudo nuevo y antes de que podamos reaccionar una fina capa de polvo comienza a arremolinarse al fondo, en la plaza. Su origen sobrenatural es más que evidente, pero a los lugareños no parece pillarles de nuevas: "la maldición", gritan, abandonando a su suerte carros y tenderetes en un alborotado intento de salvar la vida mientras la siniestra figura se alza de entre los muertos. Es una visión de otro mundo, una blasfemia de arena y muerte que asesina al azar, sembrando el mercado de cuerpos con sus dos dagas ceremoniales. Pese al putrefacto aspecto de su carne a medio embalsamar también es sorprendentemente ágil, pero Bayek lo es más. Vencemos. La criatura vuelve al abismo, pero la lección permanece: olvidaos de la historia, de las conspiraciones políticas y de las visitas guiadas. Esta historia comienza en Tebas, pero continúa en el más allá.

No es en absoluto una mala noticia. Es cierto que la reconstrucción de su cultura y el aroma a fidelidad histórica eran uno de los puntos fuertes del juego base, pero Egipto es algo más que pirámides y faraones. Egipto es un conjunto de mitos, y sobre todo una civilización obsesionada con la muerte y el tránsito a la otra vida. La Maldición de los Faraones explota todo esto desde un inicio, y golpea pronto para dejar claras sus nuevas reglas. Por ejemplo, que los reyes de antaño no descansan en paz, y que pueden levantarse en cualquier momento. De hecho lo hacen con cierta frecuencia, reproduciendo el enfrentamiento anterior en puntos aleatorios del mapa y avisando al jugador con una escueta notificación que reza "la sombra del faraón se ha alzado". Si la perspectiva de unos cuantos aldeanos muertos no es motivación suficiente el chute de experiencia debería convencernos para intervenir, pero lo verdaderamente prioritario es averiguar los motivos. Las pistas también son tempranas: hay una razón por la que esta gente se empeñaba en mudarse al otro barrio acompañada de un montón de baratijas, y sustraerlas sin permiso suele traer consecuencias terribles.

Así arranca la narración y un puñado de misiones principales atadas a un gran arco global que, durante las tres horas largas que conformaron la sesión de prueba, nos llevaron a investigar mercadillos, a interceder en timbas de dados que acaban con las espadas desenvainadas, a colarnos de manera fraudulenta en subastas más fraudulentas aún y a registrar un montón de cadáveres. Seguir la pista de las reliquias robadas es, como suele serlo en Assassin's Creed, un asunto casi trivial, una concatenación de waypoints y cinemáticas que sin embargo mantiene el tono narrativo en todo momento, diseminando murales y pergaminos aquí y allá y asegurándose de que el jugador se empapa de ciertos conocimientos. Una historia de mangantes y raterillos que a la vez habla de Nefertiti y Akenatón, y una sucesión de encargos lo suficientemente variada como para mantener las cosas interesantes, al menos durante esos tramos iniciales en los que la familiaridad del entorno no es capaz de impactar por sí sola. A veces lo hace, y para el recuerdo queda una sección de infiltración realmente bien planteada a través de las sucesivas terrazas de un templo labrado en la ladera de una montaña, pero también hay escaramuzas en pequeñas islas del Nilo, puzzles ligeros y enfrentamientos con cocodrilos. Todo funciona, pero la sensación de déjà vu no tarda en aparecer. Tampoco en desvanecerse, como aquella momia en la plaza.

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