Avance de Uncharted: The Lost Legacy

Puede que resulte fácil distraerse con los desprendimientos masivos y los momentos en los que salvamos la vida colgándonos de un jeep que a su vez cuelga de un avión militar, pero Uncharted es, siempre lo ha sido, una historia de personajes. De personajes que importan, quiero decir. Por eso es tan duro verlos partir, y por eso creo que más allá de los gráficos del futuro y de ese perfecto equilibrio entre escalar cosas, esconderse detrás de cosas y hacer volar cosas por los aires su principal aportación al medio, su hallazgo llamado a perdurar, es esa sensibilidad especial a la hora de trasladar toda esa camaradería a su gameplay. Hoy lo hace todo el mundo, pero antes de Naughty Dog era muy raro que nadie abriera la boca en campo abierto, a cinco kilómetros de la cinemática más cercana; había momentos para hablar sobre el fin del mundo y momentos para freírse a tiros, y eso era todo. Nate, Sully, Elena y todo el resto de la banda pegan tan duro porque funcionan como personas reales, y tienden a hablar entre ellos porque suelen tener cosas que decirse. Tendría gracia que, después de tanto hablar de fórmulas mágicas y poderes extraterrenos, el secreto de esta gente fuera algo tan de cajón.

Escarbando un poquito más no es complicado encontrar otras pruebas. Están ahí, a la vista de todos, en las animaciones, en los chascarrillos y en todos esos detalles en los que solo parecen fijarse ellos. Todo, desde la manera en la que Nate apoyaba la mano sobre una piedra hasta su manera de interrumpir una conversación porque parece que algo brilla ahí arriba es testimonio de un proceso de diseño que primero confiere vida a sus protagonistas y simplemente construye a partir de ahí. A partir de su carácter, de su estado anímico y de sus motivaciones. Tomemos, por ejemplo, la inteligencia artificial de una cuarta entrega que saltaba al ruedo con el papelón de resolver ese combate más abierto que nunca, esas incursiones dese cualquier ángulo y bajo cualquier estrategia, de la mano de un par de monigotes artificiales. Pero resulta que esos monigotes eran un hermano perdido y el viejo amigo que nos lo ha enseñado todo, y por eso el grupo se movía con las filas bien prietas, reculando cuando tocaba y enfrentando codo con codo el fuego enemigo: nadie quedaba atrás. Hoy, sin embargo, el estudio quiere contarnos la historia de Chloe y Nadine, y solo hace falta el primer tiroteo para dejar las cosas bien claras: la potencia de fuego extra está ahí, pero cada cual hace la guerra por su cuenta, moviéndose por el escenario con la libertad de quien se preocupa por poco más que salvar el propio pellejo. Así funcionan los matrimonios de conveniencia.

Este tipo de detalles te hacen creer, y si la intención es, de nuevo, contar una historia, parece que la cosa va por buen camino. El papel estelar en este caso es de Chloe, un personaje que el estudio afirma haber escogido por unanimidad en las primeras reuniones y del que hasta ahora solo conocíamos su locuacidad y su afición a pillar las de Villadiego cuando las cosas comenzaban a torcerse. Siempre ha sido una superviviente, un arma de alquiler, y por eso indagar en su personalidad implicaba hacer de este encargo algo más personal. Es el punto, sin embargo, donde las comparaciones comienzan a tornarse odiosas: un padre arqueólogo, una civilización perdida, un artefacto místico y la obligación de dar carpetazo al trabajo de toda una vida evidentemente nos suenan de algo, aunque en esta ocasión la acción se traslade a la India. También sabemos cosas del antagonista, un tal Hassab, líder de un ejército privado y loco megalómano de profesión que busca reinstaurar una dinastía perdida utilizando el poder del mismo artefacto que perseguimos, y en cuanto a Nadine qué os vamos a contar: tras el fiasco de la última entrega Shoreline lo está pasando regular, y de alguna manera hay que hacer cuadrar la chequera. Si llegar a fin de mes implica calzarse las botas de montaña y hacer extrañas compañeras de cama, qué se le va a hacer.

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