Análisis de La Tierra Media: Sombras de Guerra

Es posible que no esté particularmente bien visto reconocer esto en público, pero aquí va: siendo aún un tierno infante leí El Silmarillion un número inconfesable de veces. Por aquel entonces no estaba aún familiarizado con el concepto de "lore", pero supongo que de ahí venía la fascinación: era un libro incómodo, una colección de retazos, apuntes y poemas sin terminar que resolvía cuitas de milenios en un par de páginas y se perdía durante capítulos enteros detallando la localización de una ciudad perdida, pero también la prueba definitiva de que había algo de verdad en las andanzas de Frodo y demás familia. Fuera, en la contraportada de la primera edición que cayó en mis manos, una cita promocional de The Guardian lo resumía a la perfección: "J.R.R. Tolkien se ha convertido en el equivalente creativo de todo un pueblo". Un pueblo desorganizado, caótico, que imagina sin ninguna meta en concreto y transmite de boca en boca, de generación en generación. La Tierra Media ya no era un decorado porque la propia naturaleza errática de aquel libro le había otorgado vida, y de entre toda aquella inabarcable colección de mitos y leyendas pocas me impactaron con la contundencia de la historia que narraba el romance de Beren y Lúthien.

Siempre he pensado que el propio Tolkien compartía ese sentimiento, y seguramente por el mismo motivo nunca dejó de escribirla. Como las historias que pasan de padre a hijo el cuento de los dos amantes fue mutando a lo largo de décadas, tomando la forma de baladas y poemas en un proceso de transformación constante que casi hacía adivinar la angustia del viejo profesor, su incesante lucha por plasmar en papel el amor en su forma definitiva y suprema. Paralelamente, en la ficción, un Beren desarrapado y hambriento encontraba a la hija del rey cantando en el bosque, y con cada reescritura el encuentro entre ambos tomaba más tiempo: ella era inmortal, luz pura, el ser más bello que pudiera imaginarse jamás; él, un hijo de los hombres que permanecía estaciones enteras mudo e inmóvil hechizado por la visión. Tolkien se enamoró de su historia porque nada era suficiente para hacerle justicia. Era sutil, pero era lo absoluto.

Era una épica que partía de lo puro, de lo pequeño, y que tenía bastante poco que ver con las cabriolas de Legolas en la gran pantalla. Puede que ese sea el problema de este Sombras de Guerra, una secuela que sus propios responsables definían en una entrevista con Dean Takahashi (ahorrémonos los chistes) como "simplemente, más grande". Más grande en todos los órdenes de magnitud, porque tomar de Tolkien solo la escala y la tendencia a la exageración es un error dolorosamente común. Sombras de guerra tiene más de todo, tiene más misiones y más sistemas y más niveles y mucho más espectáculo, pero en su interior no hay ni una sola gota de sutileza. En su ficción, en su manera de entender este mundo, Beren aparecería en aquel claro montado en una Harley-Davidson, besaría a la chica y desaparecería dejando un reguero de fuego, y lo peor del asunto es que ni siquiera estoy exagerando. Puede que suene lunático, pero hablamos de un proyecto en el que alguien ha dado luz verde a convertir a Ella-Laraña en una señora estupenda.

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