Análisis de Dandara

De una forma parecida a lo que observábamos hace un par de semanas en Celeste, nuestra principal arma en Dandara es el salto. Todos los elementos de este híbrido entre metroidvania y plataformas 2D están construidos alrededor del peculiar patrón de movimiento de la protagonista, que es rápida y ágil en su desplazamiento por los escenarios pero solo es capaz, eso sí, saltar en diagonal. No es esta su única habilidad, claro. También disponemos de una pistola para disparar a los enemigos, que más tarde podremos mejorar con un disparo secundario que nos servirá para romper muros u obtener unos segundos de invencibilidad; también podremos curarnos e intercambiar el elemento que se utiliza como moneda del juego, la sal, por mejoras de equipamiento y de vida. Así descrito, suena a que Dandara es un juego que trata de introducir un único concepto novedoso sobre un género más que establecido. Pero es que tampoco hay nada malo en eso.

No me entendais mal: detrás del juego hay una historia - que es mucho mejor en ejecución que en concepto, por otro lado - sobre un universo al borde del colapso que necesita a nuestra heroína para salvar a sus habitantes de la destrucción. Pero esta trama, a pesar de tener sus momentos más y menos lúcidos, parece estar colocada casi únicamente para darle sabor al juego. La narración tiene tan poco peso que casi no importa que la traducción al castellano no sea particularmente brillante, porque las pocas líneas de diálogo son sencillas y certeras, casi utilitarias. Más que suficientes para hacernos sentir como que estamos avanzando hacia algún lado y no simplemente dando tumbos por un escenario desconocido, pero no tan potentes como para despistarnos del que es el indiscutiblemente el alma del juego: la mecánica de movimiento, ese zig-zag constante entre el techo y el suelo, siempre arriba y abajo y nunca en el medio, que hará que en muchas ocasiones tengamos que tomar caminos mucho más largos y enrevesados de lo que nos gustaría, pero que también convierte los pequeños logros en victorias inesperadamente satisfactorias.

Incluso las batallas más mundanas nos obligan a hacer un pequeño cambio de mentalidad, una transgresión consciente en el pensamiento antes de acercarnos a un enemigo que en otras circunstancias quizás aproximaríamos de frente, a pecho descubierto, pero al que aquí tenemos que tratar con un poco más de cautela y eliminar desde arriba antes de que pueda vernos. Nuestro movimiento es nuestra peculiaridad, y es esa rareza la que se convierte, precisamente, en nuestra mejor cualidad, la herramienta que justifica que seamos capaces de sobreponernos a desafíos grandes y pequeños. Todo el poder que nos entrega el salto nos lo trata de arrebatar el diseño de niveles, que no sólo juega a desconcertarnos constantemente con giros drásticos de de cámara sino que nos veta constantemente el que sería el acceso más evidente a determinadas zonas y nos fuerza a encontrar rutas alternativas.

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