Análisis de Kingdom Come: Deliverance

En una de las primeras misiones del juego nuestro protagonista, Henry, se ve obligado a escapar de un castillo. No es un prisionero al uso: tras salvar la vida de manera milagrosa escapando del saqueo de su aldea natal el señor de una localidad vecina lo ha acogido bajo su protección, pero padre y madre no corrieron la misma suerte y merecen un entierro cristiano. Apenas sabe sujetar una espada, está herido, cansado, y no es en absoluto rival para los bandidos que acechan entre las ruinas, menos aún para el ejército invasor. Es un suicidio, y así se lo hace saber su improvisado anfitrión. Las puertas están cerradas. Mejor dos muertos que tres.

Pero Henry, apenas un niño, no va a darse por vencido: es solo un plebeyo, solo el hijo de un herrero, pero sabe lo que es el honor. Su primera parada es el capitán de la guardia, un hombre tan diestro en las armas como en el arte de la conversación, y un hueso duro de roer. Las estadísticas no juegan de nuestra parte, y tras un par de torpes intentos de persuasión el joven se encuentra pronto apuntando más abajo en la cadena de mando. El nuevo objetivo es el soldado que custodia la puerta, un tipo más comprensivo que sin embargo teme verse salpicado por el asunto. Órdenes son órdenes, sentencia, pero si un miembro de la guardia correctamente uniformado se presentase a la puerta no tendría más remedio que dejarle pasar. Conseguir afanar un uniforme se convierte así en la escapatoria para el buen Henry: un nuevo punto de destino se dibuja en su brújula, y tras pelear un buen rato contra una arquitectura que no parece casar con lo que en esta se indica acabamos dando con nuestros huesos en la caseta de vigilancia, frente a un pequeño arcón cerrado con llave. ¿Será esta la solución?

No tenemos ganzúas, el único comerciante que hace negocios en el recinto las vende a un precio absolutamente desorbitado y nadie se ha molestado en explicarnos siquiera el procedimiento. Desesperado, Henry malvende hasta la última de sus pertenencias y vuelve raudo a la pequeña cabaña, para toparse de bruces con un minijuego de coordinación extremadamente sensible que parece implicar el uso de ambos sticks y rompe la pieza en pedazos ante el más mínimo error de cálculo. Desesperado, Henry carga partida una, cinco, diez veces, hasta decidir mandarlo todo a paseo y escapar saltando al vacío desde un hueco de la muralla. Su caballo, una pieza fundamental del plan de escape si hacemos caso al diario, parece haberse desvanecido de los establos, y su huida en el coche de San Fernando dura lo que tarda un segundo guardia en darle el alto. La persuasión funciona esta vez, y enternecido ante la gesta del joven el militar promete "perder el conocimiento" si le damos un puñetazo. La ventana de conversación se cierra, el hombre finge que le duele la tripa durante un par de segundos, y posteriormente lo olvida todo en el acto enviándonos al calabozo.

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