Avance de God of War

Dicen las malas lenguas que Alfonso Cuarón y Alejandro González Iñárritu, mexicanos de nacimiento y dos de los realizadores más celebrados del panorama cinematográfico contemporáneo, mantienen una enconada rivalidad. Es una rivalidad sana, en todo caso, y una en la que salimos ganando los espectadores: fuera del set de rodaje son grandes amigos, pero tras las cámaras, las luces y la acción parecen embarcados en una carrera suicida en pos de demostrar, hablando en plata, quien es capaz de mear más lejos. Fue Alfonso quien inició las hostilidades, primero con esa secuencia del coche y ese sobrecogedor sin dios que daba carpetazo a la historia de Children of Men, y después con el arranque de Gravity, una epopeya espacial que hay quien define como un día de playa especialmente loco. La respuesta de Alejandro no se hizo esperar, y apenas un año después de que la Bullock tocara tierra otro misil balístico titulado Birdman relataba, no sin cierta ironía, las desventuras de un antiguo héroe de acción, un tipo amargado que solo quería contar historias que merecieran la pena y entender a su hija y al que todo el mundo le pedía que se volviera a enfundar sus mallas de superhéroe.

Dejando de lado los paralelismos con el nuevo Kratos, el caso es que el arma elegida en todos los casos ha sido el plano secuencia: una herramienta tan antigua como el propio cine y a la vez solo para valientes que arroja la mesa de montaje por la ventana y lo apuesta todo a una sola carta, a una toma perfecta, a una nueva oportunidad de que algo salga mal y toque volver a empezar desde arriba. Seis minutos. Trece minutos. Una película entera. Como esos héroes de la guitarra que avergüenzan a sus compañeros de banda con punteos interminables hablamos de un tipo de virtuosismo basado en llegar cada vez más lejos, en devolver las pelotas que lanza el rival cada vez más fuerte, un desafío en este caso forjado a base de millones de dólares en el que por fortuna cuenta algo más que el dinero. Un desafío de ideas, de planificación, de paciencia, de problemas y soluciones. Un duelo de cine a las puertas del O.K. Corral. Antes que cualquier otra cosa todas estas películas y todos estos planos de duración absolutamente irresponsable son fenomenales atrevimientos, y por eso a veces le tengo tanta envidia al séptimo arte.

En el videojuego es muy raro que nadie se atreva a nada. Los riesgos están calculados, los géneros parecen tallados en piedra y fuera del desarrollo más underground y de ese sorprendente reducto de la creatividad que son los sistemas de monetización parece que el lenguaje está condenado a no evolucionar. Esto es especialmente cierto en el campo formal, un desierto de ideas y personajes bien centraditos en el eje de la pantalla al que le vendrían mejor que bien no ya dos, sino un solo creador atreviéndose, sin más. Mimando los planos, jugando a mover la cámara e intentando contar cosas mediante todos esos recursos que podríamos heredar de un cine del que solo nos gusta quedarnos con la pirotecnia y los presupuestos. Por eso God of War lo tiene tan fácil: porque es un juego contado en una sola toma, en un solo plano, en decenas de horas (unas veinticinco, aseguran) de acción y diálogo y emociones y paredes que se caen y padres que quieren entender a su hijo que se suceden sin cortes, en un flujo continuo que hace bailar a la misma cámara alrededor de lo que entra y sale de escena. Esa es su fuerza, esa es su revolución, y esa es la lucha en la que, me temo, está completamente solo. Eso es lo que hace que importe.

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