Análisis de Prey: Mooncrash

Empiezo este texto siendo totalmente sincera: he intentado muchas veces que Prey me encante. Cuando lo jugué, esperé poder ser tan entusiasta con este juego como lo habían sido amigos y crítica, encontrar en él todo aquello que se dejaba intuir desde que se desvelaron las primeras imágenes, pero nunca lo he conseguido del todo. Lo cual, en realidad, no tiene mucho sentido: me gusta la ambientación espacial, el diseño de escenarios y personajes y todo lo relacionado con la ciencia ficción y el transhumanismo. A priori, se supone que el título podría ser un paraíso para mí.

Lo que no soporto, sin embargo, es el sistema de combate. En mi primera partida, cada batalla contra un enemigo me hacía distanciarme un poco más de los elementos que el juego sí consigue desarrollar a la perfección: la exposición, la narrativa ambiental y la construcción de un universo y unos personajes ricos y complejos. Y no puedo dejar de ver que son precisamente los lugares en los que Prey saca sus trazas reales de juego de supervivencia, de contar las balas y gestionar el inventario como si fuese un Resident Evil, los que al final terminan por sacarme de la experiencia por completo. Durante decenas de horas, he deseado en silencio una versión de este mismo título que te permitiese explorar la estación espacial Talos I sin prisas, que no te apresurase con el riesgo de la amenaza, y que sólo mantuviese esa parte en la que tomas decisiones complicadas, examinas hasta la última esquina de una habitación para adivinar la clave de una caja fuerte o extraes información leyendo los correos electrónicos de un pobre empleado cualquiera cuyo ordenador has hackeado.

Prey: Mooncrash es un DLC que va enteramente del combate.

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