Análisis de The Division

Supongo que a estas alturas todos conocemos la historia. Llega el Black Friday, los americanos de clase media pierden las formas y la cabeza en busca de una Minipimer o un reproductor de Blu-ray, alguien echa una porquería en los billetes y la civilización se va al carajo. Este es, a grandes rasgos (siendo generosos) el argumento de The Division, la réplica de Ubisoft a Destiny y su gran esperanza para introducirse en el muy lucrativo mundo del shooter con tintes de RPG. Como suele suceder, tras la propagación del virus llega el caos administrativo, y como la gente no es capaz de gobernarse sola (la posición ideológica del juego en este sentido dista mucho de ser sutil), alguien (el ejército, la democracia, los boy scouts) crea La División, un grupo de operativos que podrían ser tu vecino y que cuando llama el deber se dejan la caña a medias y corren a imponer el orden a tiros. Nuestro papel en el juego, claro, es el de un agente, y aquí vale la pena detenerse un poquito.

Porque por definición, un agente es eso, un señor que hace cosas. Cosas que importan. Y precisamente a tenor de esto, de la agencia, Keith Stuart publicaba en The Guardian el octubre pasado un artículo que intentaba desmontar una de las concepciones más extendidas sobre el funcionamiento psicológico de los videojuegos. Según Stuart, el funcionamiento del videojuego como una fantasía de poder es un mito, y la verdadera clave de su éxito masivo es la agencia, esto es, la capacidad de trasladar al jugador que tiene cierto control sobre los acontecimientos: que tras cada input hay un resultado, que hace cosas, que esas cosas afectan al mundo y, en definitiva, que su papel importa. Para ilustrarlo, el artículo hablaba de trabajos sin sentido y de desesperantes trayectos de vuelta a casa que se ven demorados durante horas por metros que se averían o atascos en la autovía, y daba un ejemplo revelador: la existencia de "controladores placebo", como los botones de los semáforos, que buscan tranquilizar al viandante otorgándole una falsa sensación de control sobre un proceso en esencia automatizado. Volviendo a The Division, es realmente significativo que un juego multijugador masivo se preocupe de manera tan consciente de hacer sentir relevante al jugador: puede que tu papel en la misión haya sido esconderte tras una furgoneta y dejar el trabajo a tu grupo, pero los transeúntes te paran para felicitarte, y en la base todo el mundo querría tenerte a su lado en un tiroteo. Sin embargo, tras la quinta misión secundaria basada en recorrer un bloque de apartamentos pulsando el botón de cuatro generadores, no pude evitar acordarme de esos semáforos.

Es una ruptura entre la supuesta épica que pretende narrar y lo que realmente sucede en pantalla. Puede que no sea cien por cien culpa suya, porque hay que contar con la estupidez humana, y continuar una secuencia introductoria que habla de salvar la civilización con un primer briefing en el que alguien considera divertidísimo hacer sentadillas a espaldas del instructor le arruina el tono a cualquiera. En este sentido, me gustaría poder decir que el argumento hace lo que puede, pero estaría mintiendo; de nuevo, como en Destiny, o en Titanfall, el intento de unir narrativa y multijugador pasa por una historia contada a pedacitos, en coleccionables, cinemáticas furtivas y textos en letra muy pequeñita, como queriendo no molestar. Y puede que sea lo más inteligente, porque hablamos de ese tipo de historia basada en que la gente te meta prisa por el intercomunicador y mencione de carrerilla apellidos como Anderson o Bugakov. No nos estamos perdiendo nada. Sin embargo, a un nivel de diseño, puede que sea el momento de dibujar una línea en la arena: hemos tolerado las secundarias insulsas demasiado tiempo.

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