Por casualidades de la vida, recientemente volví a topar con un fragmento de historia viva de la televisión en España. Hablo de una de esas pequeñas pepitas de oro que esconde Youtube, un impresionante documento en el que nuestro galán más internacional, Bertín Osborne, se enfundaba en una equipación de futbol americano de los chinos para ponerse al mando de una tripulación de incautos concursantes que tenían por objetivo investigar los restos de un crucero estelar. El programa se llamaba Scavengers, y hay motivos más que de sobra para que lo hayáis borrado de la memoria. El desarrollo, os lo podéis imaginar: Un plató de grandes dimensiones, máquinas de humo, mucho papel de plata y un reglamento a medio camino entre los gladiadores americanos y una gimkana de pueblo. Uno de esos despropósitos de alto presupuesto tan de moda en los noventa que traumatizaba por muchas cosas, pero del que destacaría una en particular: la actitud de pasotismo absoluto de un anfitrión que parecía ser el único en reparar en el ridículo de todo aquello, y apenas se molestaba en disimilar sus ganas de acabar prontito y pasar a recoger el cheque.
Jugando a Dead Star me he acordado mucho de Scavengers. Porque es una experiencia que tardaré en olvidar, sin duda, pero también porque Dead Star es exactamente eso. Lo es por su ambientación, una historieta tópica hasta el extremo sobre imperios que quedan en un descampado para partirse la cara y forajidos condenados a buscarse la vida rebuscando entre los restos de la batalla, pero sobre todo por esa actitud que subrayaba el presentador cada vez que se encogía de hombros después de una frase especialmente sonrojante: la de tomar un valor seguro (los MOBA, el propio Bertín), disfrazarlo de sci-fi de garrafón, y cruzar los dedos para que empiecen a caer billetes. Que Dead Star es un MOBA disfrazado de shmup es algo que se hace evidente en apenas unos minutos, y no tendría por qué ser algo negativo. El problema, sin embargo, también tarda poco en salir a relucir, y es un problema que duele especialmente al hablar de un género (los matamarcianos) que es, por definición, el rey de la experimentación mecánica: la ausencia total de nuevas ideas.
Porque jugando también me he acordado mucho de Enter the Gungeon, aunque los motivos son bien diferentes. Donde el juego de Dodgeroll apuesta por traducir mecánicas, reinterpretar influencias y salpimentar la fusión de géneros con un torrente constante de ingredientes de cosecha propia, Dead Star no pasa de ser un skin, un baile de máscaras de alta tecnología que sustituye los minions por marcianitos y mapea el disparo al segundo stick. Todo lo demás (los roles, el sistema de progresión, la captura de bases) sigue a pies juntillas el camino marcado por los grandes tótems del pelotazo competitivo, y pese a no hacer aguas en ninguno de sus apartados, la sensación de haberlo visto todo antes no podría ser más omnipresente. En este sentido, también resulta difícil no acordarse de Housemarque, y de ese Resogun que sirviera de champán con el que regar la botadura del servicio de suscripción de Sony en Playstation 4. Como está el plus, amigos.
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