Análisis de Enter the Gungeon

En Enter the Gungeon hay un montón de barriles. Hay barriles, hay cajas, hay estantes y hay armaduras, y todas comparten algo en común: no sirven absolutamente de nada. La reacción instintiva es arrasar con todo, porque décadas de experiencia nos han enseñado que destrozar el salón comedor de un perfecto desconocido suele aportar pingües beneficios, pero en esta ocasión es completamente inútil; por más vasijas que reventemos, aquí no hay nada que rascar. Podría parecer frustrante, un error de diseño e incluso una falta de respeto hacia un jugador educado en esperar algún tipo de recompensa, hasta que pasan unas horas y de repente lo entiendes: verlo todo estallar es una recompensa en sí misma. Si hay hileras de barriles, es para que tengamos algo que embestir mientras saltamos hacia una posición segura, y la única función de esas estanterías es llenarlo todo de papelotes cuando volquemos una mesa y desatemos el caos en la biblioteca. Puede que se echen en falta unas cuantas palomas, pero tras todas esas toneladas de atrezzo inservible se esconde una declaración de intenciones: Enter the Gungeon es un dungeon crawler, sí, pero uno que dirigiría John Woo. Suficiente para enamorarse, sin duda, pero por suerte es mucho más que eso.

Ahí está su verdadera fuerza, y también uno de sus principales conflictos. Porque Enter the Gungeon quiere ser muchas cosas, y al menos en mi caso ha topado con un muro, uno que resulta bastante más difícil llevarse por delante: querer que sea solo una. Es la primera vez que voy a mencionar a Nuclear Throne en este texto, y espero sinceramente que no sean muchas más, porque el juego de Vlambeer es de esos que calan hondo y ante una propuesta así es realmente complejo no ver los paralelismos. La hoja de ruta (acción frenética, armas delirantes, superar planta tras planta de una mazmorra generada proceduralmente hasta que una bala perdida te devuelva a la casilla de salida sin compasión) en esencia es la misma, y por eso una sensación familiar no tarda en hacer su aparición: todo esto está muy bien, pero hay alguien que lo hace mejor. O dicho de otra manera, por qué jugar a la copia pudiendo invertir más tiempo en el original. Y es una etiqueta, la de copia, que parte de nosotros mismos, porque realmente queremos que lo sea. Porque hay ítems, y desbloqueos, y habilidades pasivas que cambian las reglas del juego, pero añoramos el ritmo y la concreción de un sistema de mutaciones que no da tregua y podemos reconocer de un simple vistazo. Porque somos jugadores, y hacemos lo que hacen los jugadores: exigir innovación, y desear lo mismo de siempre.

Pero sigues jugando, porque la receta es endiabladamente adictiva y porque las croquetas siguen estando ricas aunque no las prepare tu madre. Y empiezas a reparar en las diferencias, algunas sutiles y otras no tanto, hasta que por fin comprendes que Enter the Gungeon quiere ser Nuclear Throne, pero solo quiere serlo a medias. La otra mitad, y es una porción bien grande, está construida en torno a la pausa, la reflexión, y una manera de estudiar a los rivales y medir los espacios que simplemente no es posible a esas velocidades. Y es cuando entran en escena sus dos mecánicas definitorias, dos habilidades que erróneamente relacionábamos con Chow Yun-Fat y no nos dejaban ver que realmente estamos jugando a un Dark Souls. Porque las mesas volcadas son nuestro escudo, y esa voltereta in extremis que nos permite sortear las balas es nuestro arma principal a la hora de bailar con los enemigos, de rodearlos, de jugar con el entorno y de convertir un enfrentamiento mortal en un pasillo en un asunto trivial con espacio alrededor. Además, la voltereta esconde otra lección magistral: esos frames de invencibilidad que convierten el saltar hacia la muerte en la mejor opción de supervivencia. La autopreservación fundamentada en el propio ataque. Como en Platinum. Como en Bloodborne. Como los buenos.

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