Análisis de Atelier Sophie: The Alchemist of the Mysterious Book

Tras gobernar con puño de hierro el panorama del rol en consolas durante buena parte de nuestras adolescencias y habernos visto crecer acompañados de su particular manera de entender la épica y el tamaño que debería tener una espada, a estas alturas no creo que sea ningún secreto que el JRPG está de capa caída. Puede que se trate de un simple asunto de marketing, de un giro en las preferencias de una base de usuarios que tiene que lidiar con las obligaciones de la vida adulta o de la tan cacareada incapacidad de los estudios japoneses para estar a la altura de sus colegas occidentales en los aspectos técnicos, pero el paso de los años ha ido arrinconando al género hasta convertirlo en un producto de nicho, una serie de propuestas muy concretas que sobreviven agarrándose al flotador de su mínimo común denominador: un tipo de fan de preferencias muy marcadas, al que le gusta lo que le gusta y no ve con especial simpatía los experimentos. De ahí que las sagas que hoy sobreviven (o al menos, las que lo hacen en occidente) sean tan pocas y a la vez tan longevas, y de ahí que sorprenda especialmente el caso de la serie Atelier: una saga que alcanza con este Sophie su entrega número diecisiete, y que basa su diseño en tomar la hoja de ruta de lo que debería ser un JRPG e ignorarla punto por punto. Atelier Sophie, como poco, es un juego diferente, y solo eso ya debería ser motivo de celebración.

El primer punto que llama la atención, y la primera ruptura radical con el canon tradicional del género, viene de la mano de su propia protagonista, o más bien del arquetipo que encarna en esa mitología de niños que manejan espadas parlantes y risueñas sanadoras que lanzan hechizos desde la retaguardia. En este caso, y por insólito que parezca, nuestro papel no obedece a ninguno de los dos casos, y se acerca más a un tercero que también conocemos de sobra: el del amable propietario de esa parafarmacia medieval donde vamos a comprar pociones y demás potingues entre misión y misión. Porque Sophie no ha visto una espada en su vida, y aunque más o menos sabe defenderse sus habilidades marciales dejan mucho que desear. Como es tradicional en la serie, lo suyo es la alquimia, una tradición familiar que en su caso se torna obsesión y que supone el eje central sobre el que gira absolutamente todo lo demás: convertirse, como podréis adivinar, en la mejor alquimista del mundo. Con ese entusiasmo desmedido que muestran los personajes japoneses cuando descubren su verdadera vocación, a Sophie le importa un pimiento todo lo que no tenga que ver con mezclar ingredientes en una olla, y es una despreocupación que se transmite a todo el resto del juego. Por eso de buenas a primeras no hay un villano al que derrotar, y lo más parecido a ese señor con espada no hace su aparición hasta la decena de horas, un secundario más con la misma relevancia que el relojero del pueblo. Si Sophie se aleja del arquetipo clásico del héroe de anime, y si dedica sus días a recolectar hierbajos y preparar ungüentos, es porque su mundo y su argumento le permiten hacerlo.

Y llega aquí el segundo gran punto de giro, un tono y una manera de entender la historia que se aleja radicalmente de la afectación y la tendencia al cataclismo planetario de Tales o Final Fantasy. Aquí todo es más amigable, más mundano, y en el pueblecito de Kirchen Bell todo el mundo parece estar de un humor estupendo constantemente. Más tarde la cosa va tomando cierto cuerpo, pero aviso a navegantes: quien espere una epopeya de altos vuelos con giros en cada esquina puede llevarse la decepción de su vida. Muy al contrario, la historia a grandes rasgos es meramente testimonial, y es relativamente sencillo sentir que en sus primeros compases no pasa absolutamente nada: preparamos unas cuantas pociones, damos un paseo por el pueblo, aceptamos un par de secundarias en el tablón de anuncios del bar y echamos la tarde jugando al escondite con los chavales que se reúnen en la puerta de la iglesia. Con el paso de las horas, por suerte, esa decepción inicial se va volviendo familiaridad, y esa economía en lo narrativo va revelando que su verdadero peso está en los personajes, y en esos eventos en apariencia aleatorios que se suceden constantemente y que van construyendo poco a poco, a fuego muy lento, la personalidad de cada uno de los lugareños. Y es entonces cuando nos damos cuenta de que quizá estábamos equivocando los referentes, y de que en el fondo Atelier Sophie tiene mucho más que ver con Animal Crossing que con la Square de los noventa. Puestos a buscar referencias tradicionales también podríamos hablar de Persona, y gran parte de la culpa radica en su manera de gestionar el tiempo.

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