Sucede prácticamente todos los años. Es un tipo de épica diferente, una carambola que suele implicar a unos cuantos equipos y que siempre tiene dos protagonistas principales: el equipo humilde que ha llegado al verano pendiendo de un hilo y ahora depende de los transistores para evitar el descenso, y aquel al que, desde una posición cómoda y con los deberes hechos, le toca ejercer de juez en un duelo fratricida que ni le va ni le viene. En un deporte como el fútbol, tan gobernado por los intangibles, una situación así suele significar que pintan bastos: las temporadas son largas, y resulta difícil pedirle motivación a alguien que no se está jugando nada. Sin embargo, de cuando en cuando sucede, y el equipo se salva, y los aficionados lloran e invaden los campos porque alguien a 500 kilómetros de distancia ha decidido hacer lo que hay que hacer: salir a ganar porque, simplemente, es su trabajo.
Si trasladamos todo esto al género de la simulación futbolística resulta difícil no ver los paralelismos. Porque a día de hoy la saga de Electronic Arts lo ha ganado todo, y encara cada nueva temporada con el título lo suficientemente amarrado como para romper a sudar. Hoy por hoy, un Fifa derivativo, de esos que venden banderines que se mueven y públicos que corean más fuerte tendría todo el sentido del mundo, porque pese a sus innegables esfuerzos Pro Evolution Soccer sigue estando lejos de representar una amenaza real. Sin embargo, y volviendo a los símiles futbolísticos, las incorporaciones anunciadas para este año dejan sobre la pizarra un dibujo muy diferente: concretamente, el de una alineación con cinco delanteros y un portero que sube a rematar los corners. Por alguna razón, Fifa 17 parece decidido a salir a ganar. Quizá sea simplemente porque es su trabajo.
Como los delanteros de leyenda, la primera de esas balas apuntada directamente al corazón del área rival viene de Suecia. Aunque quizá sería más acertado hablar del propio entrenador, de uno de esos mánagers con plenos poderes que llegan dispuestos a revolucionar hasta el último aspecto del equipo y hacerle brillar como se merece. Es el caso de Frostbite, la proeza tecnológica de DICE que viene a jubilar a un Ignite que nunca consiguió alcanzar los resultados prometidos. Por fin, parece, un motor a la altura de las circunstancias, y que además de sus evidentes beneficios en el campo meramente gráfico viene a aportar una ventaja que bien podría pasar desapercibida: la de tratarse del standard de facto del núcleo duro de títulos de la compañía, lo que, en palabras del propio estudio, abre las puertas a un paraíso de recursos compartidos y experiencia puesta en común. Un salto cualitativo que, de salir todo como se espera, debería otorgar a la saga una solvencia técnica que venía echándose en falta, aunque por el momento quizá sea mejor ser precavidos: pese al potencial de sus nuevas mimbres, el apartado gráfico ahora mismo es irregular, y basta alterar las condiciones del partido para apreciar las diferencias entre la muy satisfactoria iluminación artificial con su ramplona versión de las cinco de la tarde. Irónicamente, es tranquilizador que el juego sea ahora mismo una pequeña colección de glitches y texturas saltarinas: es evidente que queda mucho trabajo por hacer. O al menos hasta que la cámara se acerca, y las cosas se ponen realmente prometedoras: ahora las pieles son porosas, las camisetas se pegan y las estrellas evidencian el cansancio sudando copiosamente; incluso podría decirse que los ojos expresan algo parecido a la vida. Sea virtud del motor o del trabajo humano, salta a la vista que la expresividad ha sido una preocupación prioritaria, y probablemente no se trate de una casualidad.
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