La primera sensación que te golpea en la cara al ponerte frente al multijugador de Titanfall 2 (ahora hay que especificarlo; creo que es una buena noticia) es la de familiaridad. Y no deja de tener su gracia, porque hablamos de un juego que gusta de lanzarte moles de cincuenta toneladas a la cabeza constantemente y porque es esa, la del vínculo y la sensación de pertenencia entre el hombre y la máquina la coletilla que parece haber sido escogida para encabezar toda su estrategia de marketing. Puede que uno sea de gustos previsibles, pero creo que es tremendamente acertado: si había alguna duda sobre la necesidad de un modo campaña, esa cinemática en la que perdemos la pipa, caemos al vacío y el robot nos salva de una muerte segura debería haberlas archivado para siempre. Incluso podríamos jugar a las comparaciones con The Last Guardian, pero el mensaje parece claro: piloto y robot son una misma cosa, y si en la ficción sus mentes están unidas por un interface neural directo, a este lado de la pantalla las cosas son bastante parecidas: Si Titanfall triunfó en algo, es en establecer un enlace directo entre el juego y la parte de nuestro cerebro que gestiona la satisfacción instantánea, y su segunda parte no hace otra cosa que aumentar la dosis.
Por eso, porque no suele ser buena idea arreglar lo que en absoluto está roto, los primeros compases despiden la sensación de haberlo visto todo antes, en el más positivo de los sentidos: saltamos por las paredes, nos giramos en el aire, damos buena cuenta de un grupo de pardillos que están ahí solo para que nos sintamos unos fenómenos y, en general, todo está donde toca. Si me preguntáis a mi, con eso sería más que suficiente, porque la entrega original sigue siendo un shooter del futuro y no creo que haya perdido ni un ápice de vigencia, pero por suerte el paso del tiempo (hablo de apenas minutos, en Titanfall todo pasa muy rápido) va desvelando un trabajo de refinado que sabe reconocer la solidez de su base y construir con cuidado, sin aspavientos innecesarios. Un proceso de rediseño que parece recorrer punto por punto la escueta línea de problemas del original y pulirlos uno a uno hasta conformar un juego que en absoluto es revolucionario, pero que sin duda es mucho mejor.
El primer problema a atajar, claro, era el de la variedad. El de unas mecánicas medidas al milímetro que, quizá por el mismo motivo, acababan redundando en rondas extremadamente excitantes, pero quizá demasiado parecidas entre sí. La solución pasa por aumentar la oferta, y por hacer de la selección de pilotos y de los propios titanes entidades suficientemente diferenciadas como para propiciar diferentes aproximaciones al juego. En el caso de los primeros, y más allá de otros truquitos como la posibilidad de disparar pulsos de localización o la creación de señuelos sin duda la incorporación estrella es el gancho, un dispositivo que suena a gimmick pero que liberado en mitad de un caos controlado como el de Respawn adquiere todo el sentido del mundo. El funcionamiento no podría ser más sencillo: apuntamos a una cornisa y nos trasladamos allí, apuntamos a un señor armado y tres cuartas partes de lo mismo. Bien usado, hablamos de un dispositivo tan efectivo para el ataque como para el propio desplazamiento, y quizá por eso llame la atención que en un juego tan centrado en correr por las paredes e ignorar la física el gancho sea lo único que funciona de manera pretendidamente realista: el alcance es limitado, aunque generoso, pero ante todo el secreto está en una gravedad que no deja de actuar mientras nos desplazamos, convirtiendo los desplazamientos lineales de otros juegos en un rápido balanceo ideal para, por ejemplo, abalanzarse por una ventana sin que nadie nos haya invitado. Sí, yo también me acordé de cierta manguera de incendios.
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