Sirva esto de aviso antes de comenzar: no soy especialmente partidario de resultar grosero porque sí, pero a lo largo del siguiente texto vais a leer un par de veces la palabra "hostia". Es cierto que podría evitarse; podría hablar de bofetadas, de tortazos, de mantecados de aúpa, pero en estos casos la exactitud es importante y ninguno de esos vocablos captura en su totalidad la esencia, el colosal alcance, el tejido mismo de los impactos que marcan en este juego el principio y fin del camino. UFC 3 es un canto a la hostia, una poesía, es la hostia capturada en un instante y congelada en el tiempo. Es la hostia como gramática, como objetivo, como punto de exclamación. La hostia es el motor pero también la autopista, es el alfa y es el omega, es la suma de todas las cosas. La hostia como unidad de destino en lo universal. Cuando el puño impacta contra la carne es fácil sentir el peso de un meteoro resquebrajando la realidad, pero no, era solo otra hostia.
UFC 3 es un museo, una Capilla Sixtina, y a lo largo de sus interminables galerías octogonales hay hostias de todo tipo. Hay hostias sencillas y hostias complejas, hay réquiems y hay tonadillas, hay obras de arte y hay trabajos de artesanía. Hay directos, codazos, jabs, hay puñetazos que caen del cielo golpeando como el martillo de un dios herrero y patadas que ascienden como si pretendieran noquear al sol. También hay agarres, y zancadillas, y llaves de presa ante las que no queda otra alternativa que confesar, pero rara es la vez que una hostia no las precede y otra las sirve de punto final. El juego intenta capturarlas todas, porque todas son hijas suyas y porque una hostia perdida no volverá. Es un coleccionista, un mecenas, un joven aventurero que se cala la gorra y se lanza mochila al hombro dispuesto a hacerse con todas las hostias del mundo. Si UFC 3 es un entrenador, las hostias son sus Pokémon.
Es un viaje para el que podrían faltarle alforjas. La comparación con Pokémon no es casual: fuera de sus modalidades de enfrentamiento rápido y de los luchadores predefinidos, de los McGregors y las Rouseys y demás apóstoles de la patada en la boca, tanto su implementación del Ultimate Team como su nuevo modo carrera son sendos viajes de descubrimiento que cuentan la historia, o historias, de jóvenes gladiadores que salen del barrio con los nudillos magullados y un par de trucos bajo la manga y aspiran a conocer todas las formas en que se le puede partir el alma a una persona. Algunos llegan con parte de la lección aprendida, con ese sopapo a la media vuelta o ese puntapié marrullero a la altura de la espinilla interiorizados y a punto para brillar, pero en la mejor tradición de los juegos deportivos hablamos de grandes aspirantes y promesas de fama mundial que ignoran por completo como levantar la pierna por encima de la cintura. Aunque las estadísticas mandan y es importante entrenar el juego de piernas o hacer ejercicios de resistencia en general hablamos de arcos de desarrollo definidos por los movimientos que vamos desbloqueando por el camino, y por eso cada nueva hostia es un acontecimiento. Sea estudiando a las órdenes de un afamado campeón de lucha libre o abriendo un par de sobres de cuando en cuando se trata de un muestrario de galletas tan basto, tan ambicioso, que no tarda en chocar con la matemática: sea de pie o en el suelo, se trate de patadas, barridos o agarres al sistema de combate no le queda otra que plasmar todo ese océano de profundidad en un infierno de modificadores que raramente muestra una correlación real entre lo que sucede en pantalla y las pulsaciones físicas que ejecutamos. Simplemente, no hay suficientes botones.
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