
Cigarette Burns, el octavo episodio de la antología televisiva Masters of Horror, es la experiencia más aterradora que he vivido frente a una pantalla.
El artífice de esta pequeña y endemoniada genialidad no es otro que John Carpenter, perro viejo en esto de hacer dormir a adultos con la luz encendida durante semanas, y aunque no querría reventarle la peli a nadie (quizá os haría un favor; en serio, no la veáis) la cosa va como sigue: Norman Reedus, un coleccionista de cine en serios apuros económicos, recibe el encargo de localizar una película supuestamente perdida que en su único pase comercial provocó arrebatos de violencia homicida entre el público presente en la sala, y a partir de ahí os podéis imaginar el pastel. Hay críticos enloquecidos, hay directores de cine snuff representados como corderitos que producen material totalmente inofensivo en comparación, y por encima de todo esto planea una sombra, la de La Fin Absolue Du Monde, esa cinta maldita que representa el mal encarnado y que produce escalofríos con solo ser mencionada, hasta que Carpenter comete un error de novato: enseñar la condenada película.
Un error que quizá os suene de un título algo menos oscuro, esa versión americana de Ringu en la que supuestamente amochabas en siete días si es que habías conseguido juntar los arrestos para visionar un VHS que, en el fondo, solo mostraba imágenes desenfocadas de un pozo, una escalera y una señora peinándose. Nada que no podamos encontrar en un corto de terror barato producido por estudiantes universitarios o en uno de los videoclips tempranos de Marilyn Manson, y ahí radica el problema: en el cine de terror, en el terror en sí mismo, la máxima "show, don't tell" simplemente funciona al revés. Un apuñalamiento en la ducha siempre será menos inquietante que la sombra de un apuñalamiento en la ducha, retirarle la máscara a Vader siempre provocará una sonora decepción, y ninguna sucesión de imágenes, por turbia que sea, podrá igualar el impacto de una cinta que es solo un rumor. Mostremos lo que mostremos al espectador, siempre quedará en ridículo ante el horror de lo desconocido.
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