Análisis de Mortal Kombat 11

Supongo que andarse con remilgos a estas alturas de la película no tiene mucho sentido, pero siempre que el destino o los dioses del matchmaking tienen a bien enfrentar en kombate mortal a personajes con algún tipo de vínculo emocional, no puedo evitar que un respingo me recorra el espinazo. Es una parte de la anatomía humana que la serie siempre ha trabajado con especial interés, y ese es precisamente el problema: uno puede entender que dos ninjas de colores que se la tienen jurada por un quítame allá ese honor mancillado del clan acaben enseñando a cámara las tripas del kontrincante, pero cuesta justificar unos métodos tan expeditivos cuando quienes se enfrentan son aliados, matrimonios moderadamente felices o incluso miembros de una misma familia. Una familia que no parece tener problema en empalarse de manera amigable antes del desayuno, quiero decir.

Por mucho que la suya sea una violencia desdibujada, cómica, una trastada hiperbólica al menos tan inocente como un episodio de Rasca y Pica, y pese a que la serie me haya educado a aceptar como normal que un tipo abra cuatro agujeros dimensionales para desmembrar al kontrario desde el más allá, algo dentro de mi se rompe cuando Sonya le levanta la mano a su propia hija. Puede ser un asunto de suspensión de la incredulidad, puede tratarse de la empatía más elemental, pero una cosa está clara: para que una madre descuartice a los suyos contra las hélices de un helicóptero hace falta una explicación, y si una situación así choca es porque estos personajes son algo más que muñecos. Porque tras décadas de hemoglobina y violencia absolutamente injustificada la serie ha sabido labrarse un contexto, y con él una serie de vínculos que cuesta ignorar por las buenas. No está mal para una kolección de tropos con patas que nació como poco más que una excusa para digitalizar a unos señores jugando a los karatekas.

No es un triunfo casual, en cualquier caso. Mortal Kombat siempre ha sido así, gamberra y ambiciosa a partes iguales, como ese chaval de aspecto rebelde que dibuja obscenidades en la pizarra antes de que empiecen las clases y que jamás reconocería matarse a estudiar a escondidas porque quiere labrarse un futuro. De ahí que sea tan sencillo pasarla por alto, ignorando su fenomenal interpretación no solo de los rudimentos de la lucha uno contra uno, sino de lo que debe ser una franquicia que eche raíces como es debido en la cultura popular y lo disponga todo para durar. Supongo que el 11 que adorna el lomo de la presente entrega es una inmejorable prueba de todo esto, pero el asunto es que a lo largo de las horas que he pasado a solas con ella he pensado mucho en las pelis de Marvel, y más concretamente en los Vengadores. Son palabras mayores, así que intentaré explicarme antes de que lleguen los komentarios airados.

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