Empecé a escribir este texto de varias formas distintas. Una como celebración de mi vuelta a las letras. No funcionaba. Otra como disertación sobre la increíble dureza de los viajes en la Edad Media. Funcionaba aún menos. Y seguía dándole. Y seguía sin funcionar... hasta que me di cuenta de por qué: un texto, una crítica, no puede simplemente ser una sucesión de párrafos que más o menos giren sobre un mismo tema. Tiene que ser un todo cohesionado, una estructura en la que todas sus piezas estén colocadas con un sólo propósito: que funcione. "Ahora sí", pensé, "ahora tengo el tema y lo voy a hacer funcionar". Espero.
Y es que, a la hora de la verdad, Outward, igual que todos los videojuegos, es un conjunto de sistemas que funcionan más o menos bien y que terminan conformando un todo relativamente jugable. Cómo interaccionan, la cuantía de estos o la percepción que de ellos tiene el jugador es, por supuesto, muy variable dependiendo de a qué título nos enfrentemos, porque pese a que Metal Gear Solid 3: Snake Eater y Pong estén emparentados por el término videojuego, se parecen como un huevo a una granada de mano.
La mención a Snake Eater no es gratuita, no ya porque sea uno de los videojuegos que mejor ejemplifican la perfecta comunión entre una amplia gama de sistemas jugables, sino por el hecho de que dentro de sus múltiples propuestas engloba la que ha venido a llamarse "supervivencia". Esto es, procurarnos por nuestros propios medios los recursos necesarios para poder sobrevivir en un entorno hostil. Y si menciono el término "supervivencia" es porque en Outward todas las mecánicas están encaminadas a hacer que experimentemos esa sensación de forma constante.
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