Esta introducción es, sinceramente, una de las más fáciles que he escrito en mi vida. Porque cuando me toca hablar de Resident Evil 4, cualquier atisbo de objetividad salta por la ventana y empiezo a teclear furiosamente todos los motivos por los que esta obra maestra de Capcom tendría que estar en todos los hogares, en el Museo del Prado, ocupar la "ñ" mayúscula de la RAE y presidir el Congreso de los Diputados.
Hablando en serio, es muy difícil no amar a un juego que comienza con la figura de Leon Kennedy reflexionando intensamente sobre el auge y la caída de Umbrella, pero que no presta mucha atención al hecho de que él solo es el encargado de viajar a España a rescatar a la hija del presidente de los Estados Unidos. Y, encima, el apoyo que le asignan son dos agentes de la Policía Nacional que van escuchando flamenco en su Patrol y que tienen toda la pinta de haberse sacado las oposiciones copiando.
Cuando dejas de sacudir la cabeza ante semejante shock cultural, Resident Evil 4 te entrega los controles de Leon y comienza tu recorrido por la vieja piel de toro. O, al menos, por una zona bastante oscura y deprimente de la misma, porque prácticamente todas las localizaciones y el aspecto de nuestros enemigos están bañados por una paleta de colores pardos y desaturados, imprimiendo a la totalidad del juego un acabado ominoso y que en absoluto invita al optimismo cuando visitamos cualquiera de sus localizaciones. Ni siquiera cuando el color irrumpe en escena - y, creedme, salta a la vista - es capaz de quitarse de encima esa sensación de opresión que inunda a todo el juego.
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