A la hora de hablar de videojuegos, debo reconocer que me sigue costando no arrastrar un vicio heredado de las publicaciones que leía de pequeño: la de separar tajantemente sus aspectos (gameplay, historia, gráficos y sonido...) para analizarlos de manera individual, aunque no reciban calificación numérica. Creo que resulta más interesante hablar de la manera en que se relacionan entre ellos de cara a transmitir una serie de ideas o sensaciones, pero no siempre es fácil formalizarlo; en el caso del juego que nos ocupa, precisamente los problemas que ha exhibido de cara a conectar sus distintas partes hacia un propósito común es lo que más destaca del conjunto.
The Bradwell Conspiracy comienza con una explosión en un museo. Este imponente edificio, levantado en un futuro cercano por la multinacional Bradwell en el lugar donde se localiza Stonehenge, se convierte una prisión para el anónimo protagonista cuando despierta y se encuentra con todas las salidas cerradas o bloqueadas por los escombros. Incapaz de hablar debido a la inhalación de gases tóxicos, su única herramienta para comunicarse son unas gafas inteligentes que le ponen en contacto con la doctora Amber Randall, también atrapada. A falta de palabras, podemos enviarle fotos con nuestras gafas.
Para salir tendrán que avanzar por las entrañas de la corporación Bradwell. El museo y sus oficinas, prácticamente uno de los protagonistas del juego, trata de maquillar las líneas su dura estructura brutalista de hormigón a través de detalles en colores pastel que atraen la vista hacia los interiores, con un estilo reminiscente de de mediados del siglo pasado. Es prácticamente un anticipo de la forma de actuar de la propia empresa, que tras su imagen de dedicación a los avances tecnológicos por el progreso de la humanidad esconde más de una sorpresa.
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