Recientemente, y a modo de protesta por la falta de novedades en el FIFA 21 de Nintendo Switch con respecto a la edición del año pasado (y el anterior, y el anterior...), un compañero de un medio americano decidió copiar y pegar su texto del título de 2020 alegando que, si ellos no iban a hacer el esfuerzo de disimular la desidia con la que habían afrontado su desarrollo, él no iba a ser lo contrario. No os voy a engañar: he estado tentado, vistas las similitudes de este Assassin's Creed: Valhalla con sus dos predecesores, y especialmente con Odyssey por motivos evidentes, a revisitar mi texto anterior y extraer las ideas más importantes de él para enarbolar un discurso parecido, aunque sin intención de quejarme y más como manera de ahorrarme un esfuerzo intelectual en desarrollar lo mismo que dije entonces, con otras palabras.
No lo haré, finalmente, en parte porque es justo reconocer que existen los suficientes cambios como para justificar que se revisite este juego sin necesidad de apelar a los anteriores - o no mucho, al menos, porque es inevitable referenciar ciertos puntos comunes - y en parte, porque aquello que aupaba y condenaba la aventura de Kassandra no es exactamente lo mismo que abandera con orgullo y de lo que adolece este.
Hablando rápido y en plata, Assassin's Creed: Valhalla es una obra extremadamente continuista: es el mismo juego de acción, mezclado con dosis cada vez más pequeñas de sigilo y pequeñas pinceladas de RPG; con un mucho mejor ritmo gracias a su estructura relativamente lineal, y también con una serie de errores arrastrados casi desde que decidieron ponerle una capucha a Altair. Es un "si algo no está roto, no lo cambies" mezclado con "¿no querías caldo? pues toma dos tazas". Es, en definitiva, otra prueba más de que mientras la fórmula siga siendo rentable y el juego siga atrayendo a las masas, no existe necesidad de corregir nada.
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