Avance de Resident Evil 2

Desde su nacimiento, el survival horror ha sido un género estrechamente relacionado con la escasez y la limitación. Con pocas balas en la recámara y la obligación de hacer que cada disparo cuente, hablamos de un tipo de diseño sobrio e inteligente, y de un dibujo de eficiencia casi soviética que hace pasar a sus jugadores por un vía crucis en el que solo sobrevive quien sabe sacar petróleo de sus escasos recursos, pero que a su vez es el primero en aplicarse el cuento: un diseño que sabe convertir las debilidades en fortalezas, y que fundamentaba su interpretación del terror en unos límites impuestos por la propia tecnología.

Esto es especialmente cierto en la saga Resident Evil, una institución construida a golpe de cámaras fijas y puertas abriéndose lentamente que maquillaban los tiempos de carga, pero a la vez dejaban tiempo a esa gota de sudor frío para recorrer toda nuestra espalda. Antes de convertirse en una sucesión de cintas de acción de saldo y antes de la redención que supuso la séptima entrega, Resident Evil daba miedo porque trabajaba la incertidumbre y la indefensión, el ángulo muerto y la angustia de decidir si recular un par de pasos más o seguir disparando, y sobre todo porque lo hacía convirtiendo cada negativa que arrojaban las tempranas tres dimensiones en una seña de identidad. Por eso este remake es una patata caliente considerable: porque los tiempos han cambiado, porque las limitaciones ya no pueden justificarse, y porque para dar sentido a un trabajo así toca arreglar unos cuantos problemas que quizá no lo eran en absoluto.

Es un examen complicado, y por eso me alegra poder decir que este primer contacto resulta prometedor. La primera señal de que las cosas funcionan la da el entorno elegido para la demo, y la seguridad de una Capcom que no se arruga y decide saltar al escenario veinte años después y arrancarse con los acordes de su éxito más recordado, una comisaría de Racoon City que golpea justo en el centro de la patata pero también supone una oportunidad perfecta para decepcionar. No lo hace: su diseño sigue siendo ejemplar, su arquitectura continúa manejando los tiempos con maestría y todo resulta lo suficientemente familiar como para que podamos detenernos a apreciar los detalles.

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