Análisis de Thimbleweed Park

En "El arte del gag", el pequeño vídeo ensayo que Tony Zhou dedica a la figura de Buster Keaton dentro de su imprescindible canal Every Frame a Painting, el narrador analiza las herramientas utilizadas por el genio del cine mudo para construir su particular estilo de comedia visual partiendo de una economía de medios que hoy por hoy se antoja casi prehistórica. Visto a continuación de otra de sus piezas más celebradas, aquella en la que extrae escenas concretas de la filmografía del británico Edgar Wright y las compara con situaciones similares de la comedia comercial reciente, la cosa es para echarse a llorar: hoy en día los directores cuentan con, literalmente, más herramientas de las que saben manejar, y a las bandas sonoras con éxitos licenciados y los carísimos efectos generados por ordenador les acompaña una pereza creativa y una falta de oficio que siguen situando sus obras a años luz de lo que Keaton conseguía con una cámara fija y un neumático de camión.

No es fruto de la casualidad: como apunta Zhou de manera brillante, si sus gags siguen vigentes después de casi cien años no solo es debido a una sobriedad espartana, sino sobre todo a una fidelidad absoluta a un conjunto de reglas inquebrantables, unas reglas que sitúan al espectador y a los personajes en cuestión de segundos y que podrían resumirse en una sola: todo está en el plano. El universo de Keaton es un universo bidimensional, en el que la perspectiva de cámara define la realidad misma y todo comienza y termina en los propios bordes de la pantalla. Ni siquiera los propios personajes pueden ver más allá, y por eso se sobresaltan de manera cómica cuando una locomotora aparece a toda velocidad por la margen derecha del encuadre: hasta ese momento el tren simplemente no había comenzado a existir. Es la fundación de un sin fin de chistes basados en el movimiento y la perspectiva que tiene el punto de vista del espectador como único Dios, y por eso resulta tan divertido: porque todo en esa realidad se amolda a unas reglas, pero solo nosotros las conocemos.

Durante la escena inaugural de Thimbleweed Park, la agente especial Ray saca una foto a un cadáver. La víctima lleva unas cuantas horas criando malvas, y para dejar constancia de sus avanzados signos de pixelación (las reglas del mundo, de nuevo) la instantánea es cercana, un sangriento detalle del orificio de entrada que sin embargo deja en nuestro inventario la estampa de un señor muerto en el arroyo, en la misma posición que el jugador lo recuerda. No importa si no hemos pillado el chiste: la agente se encarga de recalcarlo inmediatamente con un comentario irónico acerca de la avanzadísima tecnología de alteración de la perspectiva de sus nuevas máquinas fotográficas. Porque el mundo es el plano, pero en esta ocasión el gag se construye en torno a una capa de comedia adicional: los personajes lo saben, y no pierden la más mínima ocasión para reírse de ello. Llega la complicidad.

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