Análisis de Shadow of the Tomb Raider

Siempre me ha llamado la atención que el videojuego, inmerso desde sus inicios en una ferviente carrera en pos de representar de forma más y más certera la realidad, insista en referirse a los entornos virtuales con los que aspira a reproducirla mediante el delator apelativo de "mapas". La alternativa, "pantallas", también tendría bastante miga a la hora de diseccionar su relación con lo virtual y la irrealidad, y en el fondo ambos traspiés lingüísticos no hacen sino subrayar la verdadera razón de ser de todos estos entornos: funcionar como decorados, como instrumentos, como espacios de posibilidades que solo adquieren verdadero sentido al servir como soporte del juego. Es cierto que un mapa en la jungla probablemente tenga palmeras, pero su relación con la realidad debería terminar ahí, en un mero factor estético: sin un jugador que lo recorra y un diseño que le permita sacar partido a sus fenomenales habilidades la ilusión simplemente se desvanece. Borges hablaba de una sociedad cartográfica tan ambiciosa que había reproducido hasta el último rincón del imperio en un mapa del tamaño del imperio mismo (resultando, por tanto, totalmente inútil), y en el fondo hay poco más que decir: si nos obsesionamos con la exactitud, con lo real, si olvidamos su condición de abstracciones los mapas del videojuego también podrían perder su sentido, porque el territorio existe sin más pero el mapa debe obedecer a un propósito.

Tomb Raider, especialmente en la encarnación moderna que representa esta trilogía y de manera particular en el cierre que hoy nos ocupa, es un ejemplo de libro de todo esto. Por lo obvio, por tratarse de aventuras construidas en torno a territorios inexplorados y pedazos de mapas que podrían conducirnos a ellos, pero también por la forma en que funcionan todos esos espacios. Porque sus mapas son eso, mapas, pantallas, escenarios levantados por y para una Lara que cuenta con herramientas para resolverlos, como un puzzle infantil encaja con las piezas que el niño sujeta en las manos. Su bucle fundamental es así, una concatenación de obstáculos que se combinan de todas las formas posibles para que la arqueóloga pueda lucirse, y que ahora separan más las repisas o plantean grandes caídas en vertical porque saben que disponemos de un nuevo impulso en pared o de la posibilidad de hacer rappel. Cada movimiento tiene una contrapartida en el mundo, cada serie de salientes deja ver una salida clara a la distancia perfecta, y en el momento exacto en que el argumento nos permite desbloquear unas botas de clavos que permiten ascender por salientes de roca en posición inclinada el entorno se apresura a exigirlo en todas sus rutas. Es el problema y la solución en el mismo paquete, el mismo principio de diseño que alimenta los ítems y las mazmorras de todos los Zelda, y mientras se acepte el contrato todo va bien. Tomb Raider es un mapa, no un mundo; no aspira a plasmar la realidad, solo a ser transitado. Cuando se ignora esto comienzan a surgir los problemas.

Por eso brilla especialmente cuando es lineal, cuando nos arroja a la cara secuencias de saltos y agarres sobre estructuras que se desmoronan, y cuando decide explicitar aun más esa relación con Zelda en unas tumbas que evidentemente no han diseñado los mayas, sino un tipo que quería vernos experimentar con el wall running de manera creativa. Cuando entiende que toda su arquitectura debe estar al servicio del movimiento, algo que visto lo visto no era suficiente: Shadow of the Tomb Raider reconoce sus puntos fuertes y arranca explotándolos con un ritmo ejemplar, pero no tarda en avergonzarse de su propia linealidad porque es consciente de lo que vende. Comienza ensayándolo a las pocas horas, en un pequeño pueblecito en mitad de la selva que le permite coquetear con el sandbox de garrafón, pero pronto cae presa del mismo tipo de ambición que terminó con aquellos cartógrafos: construir un mapa en el que quepa todo un imperio.

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