Análisis de Yakuza: Like a Dragon - La puerta de entrada perfecta a la saga que estábamos esperando

En los videojuegos, como en la ficción en general, ya sabemos cómo van las cosas. Cuando se plantea el conflicto, la situación terrible por la cual el destino del mundo está en las manos del protagonista, suele haber dos tipos de personajes: por un lado, los jóvenes apasionados con ganas de ser héroes, arreglar lo que está roto en el universo y convertirlo en un lugar mejor, y por otro los salvadores improbables, aquellos que se ven en medio de una situación complicada sin comerlo ni beberlo y acaban tirando hacia delante por el motivo que sea, pero en realidad preferirían estar echándose una siesta. Ichiban Kasuga, el protagonista de Yakuza: Like a Dragon, parece a priori un caso de esto último; pero, y esto es extraño para los estándares de la saga, conforme le conozcamos nos iremos dando cuenta de que es un personaje complejo, apasionado, dulce a ratos y, sobre todo, siempre dispuesto a dejarse a sí mismo a un lado para combatir a las fuerzas del mal. Kasuga es, también, el protagonista de la mano del cual el estudio, Ryu Ga Gotoku, espera que jugadores novatos y veteranos se introduzcan a esta nueva perspectiva del universo Yakuza. Un mundo que no funciona muy distinto a las siete entregas anteriores - más remakes y spin-offs - pero que resetea la historia, nos traslada a localizaciones y problemas distintos y, en general, se deshace del entramado de relaciones interpersonales e institucionales que podían echar para atrás a quienes no llevasen subidos a este barco prácticamente desde sus inicios. Yakuza: Like a Dragon es un reboot completo, un nuevo punto de partida para diferentes historias y diferentes personajes, y en ese sentido Ichiban es, seguramente, el mejor personaje que podría guiarnos en este nuevo aprendizaje. Porque aunque el juego parezca conocido en los aspectos gráficos - usa, al final, el mismo motor que Yakuza 6 o Judgment - y en algunos de los mecánicos, como las largas cinemáticas, las misiones secundarias extravagantes, el planteamiento del propio protagonista es en esencia tan diferente que refresca las dinámicas internas de la franquicia desde el mismo momento en el que aparece en pantalla; y es, de esa manera, notablemente representativo de un título que navega con gracia el equilibrio entre lo viejo y lo nuevo, el contentar a los fans y acoger a los jugadores nuevos, para darle a su mundo un giro de tuerca y una actualización más que necesaria en muchas de sus facetas.

La historia quizás es el elemento más convencional del título, y por eso no merece mucho la pena pararnos a detallarla. Sí diremos que Kasuga, por una serie de motivos, pasa un tiempo en prisión, y cuando vuelve a Kamurocho, la localización tradicional de la saga, éste no se parece en nada al barrio que conoció cuando era joven. Si el shock inicial, planteado de manera cómica, tiene que ver con el auge de las tecnologías y los smartphones, o en las tiendas y establecimientos de ocio que antes estaban y ahora han sido reemplazados por otra cosa, pronto nuestro protagonista se dará cuenta de que el poder del barrio también ha cambiado de manos, y una debilitadísima yakuza ocupa un lugar muy complejo dentro de la escala social y política de Tokio. El tratamiento de la evolución del status quo de esta organización criminal en la vida real, desde su extremo auge en los años 80 a su declive pasados los años 2000, había sido a veces mencionado pero muy raramente tratado en los títulos anteriores. Las últimas entregas de la saga Yakuza, ya ambientadas prácticamente en el presente, adolecen de una cierta extrañeza al aludir a estas circunstancias. El cambio de perspectiva y de protagonista, sin embargo, permite al estudio dar un punto de vista que, si bien no siempre históricamente certero, sí refleja en cierta medida el impacto que las medidas antiyakuza y la presión internacional han ejercido sobre la organización en el Japón actual. El mundo que Ichiban se encuentra cuando sale de prisión es uno en el que, como en el nuestro, las familias yakuza ya no pueden exhibir sus símbolos en ostentosas oficinas, ni presumir de sus tarjetas de visita con el logo de su patriarca impreso; es uno en el que la presión institucional ha azotado con fuerza la autonomía de estas entidades que, sin embargo, siguen existiendo con relaciones cada vez más grises e intrincadas con las autoridades y con la policía. El contraste que nuestro protagonista se encuentra al enfrentarse a esto es, de hecho, similar al que se encuentra el propio jugador al saltar de uno de los títulos anteriores de la saga a este. Nunca deja de ser dulce la manera en la que Kasuga apela a valores de honor y hermandad ante la injusticia mientras sus antagonistas, que han crecido a la vez que su mundo, tratan de explicarle que aquello en lo que cree murió hace ya mucho tiempo.

La complicación de todo esto nos lleva a Isezaki Ijincho, el distrito ficticio de Yokohama en el que pasaremos prácticamente toda la historia principal del juego. Ijincho nos resulta familiar: no es Kamurocho, desde luego, pero el mapa posee al menos una estructura similar. Calles abarrotadas de personajes que vienen y van, establecimientos con carteles detallados y estridentes y restaurantes, tiendas y lugares de ocio de los que podremos hacer uso a nuestro antojo, echando unas partidas de mahjong, un par de canciones al karaoke o las tradicionalísimas máquinas recreativas. Pero por otro lado, también es un lugar que se transita de una manera distinta. Da un poco de risa llegar ahí por primera vez y ver la inmensa mayoría del mapa cubierta por una "niebla de guerra" que se va despejando conforme descubrimos nuevas áreas; pero lo que esto significa, mecánicamente, es que por primera vez no tenemos la totalidad del mapa a nuestra disposición desde el principio. El juego muestra mucho afán en hacer que descubramos Yokohama poco a poco, zona por zona. Algunas estarán vetadas hasta que lleguemos a partes determinadas de la historia, y otras simplemente no nos llamarán la atención hasta mucho más adelante. Es un detalle pequeño, pero que condiciona mucho nuestro descubrimiento. Nos empapamos de cada barrio de Ijincho antes de pasar al siguiente, aprendiendo a ubicar los puntos de interés de una manera mucho más instintiva. Hay que decir, eso sí, que cuando ya llevamos unas cuantas horas inmersos en él, se nos hará evidente que el diseño del barrio de Kamurocho es precisamente icónico por la manera en la que ha evolucionado después de tantos años; Ijincho tiene personalidad, pero carece de esa extrema refinación propia de un mapa que se ha reinventado con cada entrega, y lo notaremos en la forma en la que están colocados los puntos de viaje rápido, en ocasiones demasiado inconvenientes para los establecimientos que usaremos con más frecuencia, o un cierto abuso de calles demasiado estrechas en los que los enfrentamientos aleatorios son inevitables y entorpecen un tanto nuestro tránsito de un lugar a otro. Por lo demás, no echaremos prácticamente nada de menos: todos los elementos que hacían icónico al mapa anterior estarán aquí presentes, de una manera u otra.

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